Cuando era chica, mi madre decía que la gente se deprime porque no tiene demasiados problemas, que cuando uno tiene cosas en las qué pensar eso no sucede, que la cotidianeidad y sus múltiples circunstancias impiden que uno sienta malestar (esto último no lo dijo en estos términos exactos, pero vale el lugar común).
Decía que sólo los vagos se cuestionan, que cuando tenes que trabajar no podes entrar en esa clase de diyuntiva interna.
Vaya mandato.
De todos modos, creo que tenía algo de razón: a veces la vida se va en cuestiones prácticas, en urgencias, en ocuparse de lo básico. Algunos viejos se deprimen cuando ya no pueden hacer nada o cuando ni siquiera tienen lo elemental.
No es difícil entrar en el automatismo diario, es casi inevitable. Cuando se tiene cierta conciencia de esos contados espacio/tiempo (y la dificultad humana en separar un concepto del otro) sucede la pregunta.
Instante de extrañamiento en el que uno se detiene para mirar: por ejemplo, a un ridículo extremadamente ocupado en una cuestión nimia: llega acalorado a la oficina, nueve y media de la mañana, y le dice a su secretaria que tenga listas las cartas para enviar, cartas que nadie espera, cartas que no anuncian ni la finalización de algún evento, ni el comienzo de otro, ni la modificación del existente: simplemente informan la llegada de otra nota, de un tercero, que los destinatarios no están esperando. Para esto, el señor en cuestión se comporta como, si de olvidar lo pertinente, algo irremediable pudiera ocurrir en la cadena de envíos y contra envíos.
Por detrás de mi café miro la situación y me siento algo inútil por no comprender la exigencia. Me deprimo un poco , no tengo demasiados problemas, me digo.
Su urgencia remite directamente a mis cuestionamientos y [reitero] me digo, el no los tiene. O yo no tengo urgencias.
Tengo algunos deseos que me inquietan y que no me animo a abandonar. Lo reconozco con cierta timidez: me da miedo decirlo y que dentro de unos años venga alguien y me diga que no hice nada. Es que enunciar en voz alta equivale casi a un compromiso, aunque luego uno se desdiga, casi un juramento, una afrenta.
Cuando la cobardía se disfraza de reserva, la solidez no es de quien afirma sino de quien se calla. En fin, deberás pagar por lo que hagas, aún en la quietud.
Cualquier acción puede ser la más importante: mandar cartas inútiles o fijarse metas trascendentes, ser más o menos valioso, al menos para unos pocos y no caer en la trampa de la omnipotencia: too much
Pensándolo bien, desnaturalizando toda jerarquización o pretensión intelectual, y si se quiere, llevándolo al extremo de la simplificación, ese señor tan ocupado en sus cartas inútiles no duda. Está concentrado en el seguimiento de esas misivas. Puede discutirse lo aburrido de su motivación, pero no su valor.
Su apuro práctico lo salva de la angustia.
Al final, en un ingenuo acto de optimismo, pienso que benditos son aquellos que se angustian, porque de ellos es el reino de los elegidos (y no me refiero a la predestinación puritana).
El apremio demanda eficiencia, y es lo propio. Ahora, fuera de las grandes causas (y no me refiero a las últimas causas), ¿cuáles son las urgentes? Ahí la estafa.
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